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La Alianza del Pacto entre el hombre y el lobo

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El pacto, la alianza entre los dos grandes cazadores sociales del cuaternario pudo ser una realidad, más allá de la imaginación desbordante de Félix. Tenía, por fin, una prueba de que era posible que un lobo se acercara sin temor al hombre. Él mismo relató aquella curiosa información que le pasó un canadiense:

“He sentido siempre auténtica preferencia, entre todos los animales, por el lobo. He hecho campañas para su protección, algunas de las cuales han sido mal interpretadas y me han ocasionado críticas acerbas –con toda la razón si realmente quienes habían oído aquellas cosas no estaban en el meollo de la cuestión– cuando los lobos en Galicia, en Zamora o en León atacaban un rebaño y mataban 20 o 30 ovejas y decían los periodistas, “aquí debía estar el Doctor Rodríguez de la Fuente para ver lo que hacen sus queridos lobos”.

Efectivamente, los lobos cuando no tienen reses mayores que matar, ocasionan a veces graves deterioros para los pastores y para los ganaderos y nunca ha sido mi idea que sean ellos quienes tengan que pagar el lujo de que tengamos lobos sino, evidentemente, las medidas del gobierno para que sean indemnizadas estas personas.

Siempre he tenido una auténtica curiosidad por el mundo del lobo y quizá alguno de los primeros conocimientos que se tuvieron fuera de España, no ya de mi divulgación sino de la experimentación en el campo de la Etología, fue a través de los lobos”.

Un artículo que se publicó en la revista ‘Paris Match’ en 1969, tuvo mucha repercusión. Decía que en España había un naturalista que hablaba con los lobos, que vivía con los lobos, que hacía experimentos etológicos con una manada de lobos de la que era el jefe del clan.

Ese artículo llegó a manos de John Fraser, un naturalista canadiense que sabía de Félix como “el hombre de los lobos” mucho antes de que Rodríguez de la Fuente llegara al Yukón en 1979 para filmar con su equipo la serie canadiense de ‘El Hombre y la Tierra’.

Quiso el destino que Félix le contratara como naturalista de campo. Y para su sorpresa, lo primero que hizo John Fraser al verle fue ponerle sobre la mesa del hotel de Dawson City donde se encontraban, un sobre lleno de fotografías. Fue uno de los últimos relatos sobre el lobo que dejó registrado Rodríguez de la Fuente:

“Con un gesto de sus ojos penetrantes, de sus ojos acerados, John Fraser me indica, que me anime a sacar las fotos del sobre y que comience a verlas. Lo que vi me dejó estupefacto.

Fraser es un hombre dedicado al estudio de los caribúes, con objeto de encontrar medidas que impidan su disminución. Para estudiar lo que ocurría en las islas del Noroeste del Canadá, prácticamente virginales, a las que no siendo algún esquimal no ha llegado ser humano alguno, con un equipo de tres personas, entre ellas su propio hermano fotógrafo, viaja en etapas rigurosamente estudiadas hasta una de las zonas donde pasan el verano los caribúes. Toman tierra y desde un altozano observan unos puntos blancos en la hondonada, como a un kilómetro de distancia. Miran con los catalejos aquellos puntos blancos con más detenimiento, y descubren llenos de ilusión que son lobos, los rarísimos, los hermosos, los increíbles lobos blancos del Ártico. Lobos que viven en un lugar a donde el hombre nunca ha llegado como poseedor de rebaños, ni como poseedor de nada. Lobos, que podríamos considerar virginales, no solamente en el albo color de su pelaje, sino en su comportamiento, no modificado por la presión humana.

John Fraser y el grupo de naturalistas comienzan una marcha de aproximación, con el temor de que los lobos emprendan la huída como hacen todos los lobos del mundo. Pero cual no sería su sorpresa cuando llegan a los cien, llegan a los ochenta metros y los lobos tranquilamente les siguen observando. Se paran allí, vuelven a colocarse los prismáticos, montan incluso una cámara con teleobjetivo, montan su telescopio para observar con todo detenimiento y llegan a la conclusión de que el clan lobuno está constituido por dos adultos y cuatro subadultos que pueden ser hijos de la camada del año anterior.

Hacen fotografías, observan durante largo tiempo a estos lobos, con los guantes puestos, con las gruesas camisas de franela resistentes a los aguijones de los mosquitos, se van acercando lentamente. Y ante su sorpresa, a cincuenta metros los lobos tampoco se asustan, no se van. Sorprendidos, piensan que, efectivamente, son lobos que no conocen al hombre como ser peligroso, como matador a distancia, como depredador, y de esta forma, ganando terreno, los cachorros juegan tranquilamente delante de ellos.

Me cuentan –y lo veo en las fotografías– que se persiguen llevando una pata de caribú, cerca de la madriguera, de un sitio a otro. Los adultos les observan con un gesto sereno, señorial, mientras los subadultos lejos de huir, empiezan a acercarse a los naturalistas llenos de curiosidad, con las orejas enveladas, tratando de olerles. Se separan de vez en cuando y cuando llegan a una distancia de unos quince metros, se quedan de pie, como con recelo. No huyen, no enseñan los dientes, pero tampoco avanzan, se quedan parados.

Hay un momento alucinante, en el que el grupo de naturalistas y los jóvenes lobos forman dos líneas que se observan frente a frente. En el rostro de los naturalistas hay toda la curiosidad, todo el amor, toda la alegría que pueda haber en la faz de un hombre que está a muchos miles de kilómetros de la civilización y que encuentra en la naturaleza, en una isla salvaje, una manifestación increíble de pureza en una especie animal.

¿Qué pasará? ¿Qué van a hacer estos bichos? ¿Qué tendríamos que hacer nosotros para que estos animales nos aceptaran? Mientras piensan esto, el hermano de John Fraser, se adelanta quince, veinte pasos hacia aquellos lobos subadultos, aquellos lobos juveniles que les están observando con enorme curiosidad.

Los lobos, llenos de ansiedad, les tiemblan los belfos, absorben el aire, de alguna manera quieren saber quienes son aquellos que han llegado a su isla. No cabe la menor duda de que es la primera vez en su vida que ven al hombre y que su comportamiento y su reacción es de la mayor pureza.

El hermano de John descarga el carrete de su máquina a los lobos que están cerca de él, separados solamente ya por ocho o diez metros. A su vez John, hace fotos a su hermano con los lobos al fondo, fotografías que ocupan ese paquete que inmediatamente adquirí para una editorial española y que se publicarán no tardando mucho. Y cuando se le acaba la película, el hermano de John se arrodilla en el suelo para apoyar la cámara sobre el muslo y meter otro rollo. En aquel momento, nota el calor de una respiración animal que está a pocos centímetros de su nuca. Se queda absolutamente petrificado.

Levanta los ojos sin mover la cabeza y, en ese mismo momento, recibe un lengüetazo, un beso, un gesto de amistad de la grande, de la suave, de la tibia lengua de aquel lobo salvaje, que cuando él se ha agachado y adoptado una actitud que en el mundo de los lobos es el gesto de sumisión, del saludo, de decir no te voy a hacer daño, corresponde bajando a su vez la cabeza y lamiéndole la cara y agachándose junto a él.

El gesto del fotógrafo de ponerse en cuclillas, absolutamente espontáneo, para cambiar el rollo de fotos, incitó a uno de los cuatro lobos juveniles a adelantarse hacia el recién llegado y darle un beso. Existe una fotografía increíble, fabulosa, donde se ve como el lobo salvaje, el gran lobo blanco, recibe al hermano humano con el gesto que en el universo lobuno es el de todo el amor, como en el mundo de los hombres el ofrecer la mano, y en el suyo el dar un lengüetazo, el lamerle la cara al otro.

Pasan unas horas de inconcebible felicidad con aquellos lobos. Cada vez que se tumban, que  acercan el rostro al suelo, los lobos vienen a olfatearles y a lamerles mientras hacen todas las fotografías que ocupan el sobre que tuve la dicha de recibir en el hotel El Dorado de Dawson City, yo, hombre enamorado de los lobos.

Y de pronto, en un momento determinado, y esto llena de toda la grandeza del mundo el momento, aquella expedición, uno de los lobos adultos, que se habían acercado también a los hombres, pero que no había condescendido a integrarse en su comunidad, es decir, a besarles, a olfatearles, cosa que habían hecho los juveniles, lo que demuestra que también en el mundo de los lobos la juventud está más cerca de adoptar nuevos sistemas de comunicación o de integrarse en nuevas comunidades, en un momento determinado, aquellos dos lobos adultos miran al horizonte, descubren un grupo de caribúes que pasan, emiten su llamada de caza, y automáticamente los cachorros pequeños se meten en las terreras y los cuatros lobos juveniles parten a cazar siguiendo a los adultos en la inmensa isla del Noroeste del Canadá y se pierden detrás del rebaño de caribúes.

Que testimonio tan fantástico. Efectivamente, antes de que el hombre se hiciera matador, antes de hacerse dueño de la Tierra, antes de que se hiciera dueño de la carne, antes de que el hombre se creyera el rey de la Creación –cosa que hoy sabe muy bien que no es– antes de eso, hasta los lobos pudieron ser sus amigos”.

(FRF dixit)


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